Raymond Clevie
Carver, Jr., escritor estadounidense, nació el 25 de mayo de 1938 y falleció el
2 de agosto de 1988.
Los escritos de
Carver se asocian al minimalismo y es considerado el padre de la corriente
denominada como realismo sucio. Sin
duda, en su estilo, fue uno de los mejores cuentistas del siglo XX.
* «Intimidad» es lo primero de Carver que leí. Recuerdo que fue un verano. Recuerdo que me impactó. Busqué más sobre él. Tuve y tengo la suerte de seguir leyéndolo. Y así empezó ese camino de admiración y también de placer... Esa comunión que, a veces, se da…
Intimidad *
Tengo unas gestiones que hacer al oeste del estado, así que
aprovecho para pararme en la pequeña población donde vive mi ex mujer. No nos
hemos visto en cuatro años. Pero de cuando en cuando, siempre que se publica
algo mío o escriben sobre mí en revistas y periódicos -una semblanza, una
entrevista-, le envío los recortes. No sé por qué lo hago; tal vez porque
pienso que puede interesarle. Pero ella nunca me contesta.
Son las nueve de la mañana. No la he llamado por teléfono, y
la verdad es que no sé cómo va a recibirme.
Pero me deja pasar. No parece sorprendida. No nos damos la
mano. Ni que decir tiene que no nos besamos. Me hace pasar a la sala. Llevo
apenas unos segundos sentado cuando me trae café.
Luego empieza a decirme lo que piensa. Dice que soy el
culpable de su angustia, que he hecho que se sienta desnuda y humillada.
Que quede claro: me suena tan familiar que no me siento en
absoluto incómodo.
Dice: Y entonces te metiste de lleno en el engaño. Tan
pronto. Siempre te has sentido bien en el engaño. No, no es cierto. Al
principio al menos no era así. Entonces eras diferente. Pero también yo era
distinta, imagino. Todo era distinto entonces. No, fue después de que
cumplieras los treinta y cinco, o treinta y seis, por esa época, no sé cuándo
exactamente, mediada la treintena. Entonces empezaste. Vaya si empezaste. Te
volviste contra mí. Te despachaste a gusto. Debes de sentirte muy orgulloso de
ti mismo.
Dice: A veces tengo ganas de gritar.
Deberías olvidar los días duros, los malos tiempos al hablar
de aquella época, me dice. Párate a pensar también en los buenos, me dice. ¿O
es que no los hubo? Le gustaría que dejase a un lado los otros, los malos. Está
harta del dichoso tema. Hastiada de oír hablar de ello. Tu cantinela preferida,
dice. Lo hecho, hecho está, y el pasado nadie puede cambiarlo. Una tragedia,
sí. Bien sabe Dios que fue una tragedia, más que una tragedia. Pero ¿a qué
viene volver sobre ello? ¿Es que no te cansas nunca de desenterrar la vieja
historia?
Dice: Deja a un lado el pasado, por el amor de Dios. Todas
esas viejas heridas. Seguro que en tu carcaj han de quedarte otras flechas.
Dice: ¿Sabes una cosa? Creo que estás enfermo. Creo que
estás como una cabra. Oye, ¿no te creerás todas esas cosas que dicen de ti? No
te las creas ni en broma. Mira, yo podría contarles un par de cosas. Déjame
hablar con ellos; yo sí que podría contarles algo bueno.
Dice: ¿Me estás escuchando?
Te estoy escuchando, digo. Soy todo oídos, digo.
Dice: ¡Lo que he tenido que aguantar, señor mío! Y además,
¿quién te ha pedido que vengas a verme? Yo no, desde luego. Apareces y entras.
¿Qué diablos quieres de mí? ¿Sangre? ¿Más sangre? Pensaba que tenías ya la
panza llena.
Dice: Piensa que estoy muerta. Quiero que me dejes en paz.
Lo que quiero es que me dejes en paz, que me olvides. Mira, tengo cuarenta y
cinco años. Cuarenta y cinco, y tengo la impresión de tener cincuenta y cinco,
o sesenta y cinco. Así que déjame en paz, ¿quieres?
Dice: ¿Por qué no borras toda la pizarra y miras luego lo
que queda? ¿Por qué no empiezas de nuevo otra pizarra? Hazlo, a lo mejor llegas
lejos.
Esto último le hace reír. Yo río también, pero en mi caso
son los nervios.
Dice: ¿Sabes una cosa? También yo tuve mi oportunidad, pero
la dejé pasar. Sí, la dejé pasar. No creo habértelo contado nunca. Pero ahora
mírame. ¡Mírame! Echame un buen vistazo, ahora que puedes. Me dejaste tirada
como un trapo, grandísimo hijo de perra.
Dice: En aquel tiempo yo era más joven, y mejor persona.
Quizá tú también lo eras. Mejor persona, me refiero. Lo eras, sin duda. Tenías
que ser mejor persona, porque si no nunca habría tenido nada que ver contigo.
Dice: Te quise tanto. Te quise con locura. Sí, así te quise.
Más que a nada en el mundo. ¿Te das cuenta? Es para morirse de risa. ¿Te
imaginas? Estábamos tan íntimamente unidos en aquella época que apenas puedo
creerlo. Creo que eso es precisamente lo que más extraño se me hace ahora. El
recuerdo de haber tenido tal intimidad con alguien. Una intimidad tan grande
que me dan ganas de vomitar. No me cabe en la cabeza una intimidad así con otra
persona. Nunca he vuelto a tenerla.
Dice: Sinceramente, quiero que me dejes al margen de todo de
ahora en adelante. Lo digo en serio. Además, ¿quién te has creído que eres? ¿Te
crees Dios o algo parecido? Tú no eres digno ni de lamerle las botas. Ni las
botas de Dios ni las de nadie, si vamos al caso. Señor mío, ha estado usted
frecuentando gente que no le conviene. Pero ¿qué puedo saber yo? Ya ni siquiera
sé qué es lo que sé. Pero sé que no me gusta lo que has ido repartiendo a manos
llenas. Al menos sé eso. Ya sabes a lo que me refiero, ¿no? ¿Me equivoco?
No, digo. En absoluto.
Dice: Vas a darme la razón en todo, ¿no? Te das por vencido
muy fácilmente. Siempre has sido igual. No tienes principios, ni uno solo. Eres
capaz de cualquier cosa con tal de escurrir el bulto al menor conflicto. Aunque
eso no viene a cuento.
Dice: ¿Te acuerdas de aquella vez que te amenacé con un
cuchillo?
Lo dice como de pasada, como si se tratara de algo sin
importancia.
Vagamente, digo. Seguramente me lo merecía, pero no lo
recuerdo bien. Vamos, cuéntamelo, adelante.
Dice: Creo que ahora empiezo a entender... Creo que sé a qué
has venido. Sí. Sé por qué estás aquí, aunque quizá tú no lo sepas. Pero eres
un viejo zorro. Sabes por qué estás aquí. Has salido de pesca. En busca de
material. ¿Me acerco? ¿He dado en el clavo?
Cuéntame lo del cuchillo, digo.
Dice: Si te interesa saberlo, lamento no haber llegado a
utilizarlo. De veras. Lo digo con el corazón en la mano. Lo he pensado una y
mil veces, y siento mucho no haberlo utilizado. Tuve ocasión de hacerlo. Pero
vacilé. Dudé y la oportunidad se perdió, como dijo alguien. Pero debería
haberlo utilizado, y al diablo con todo. Debería haberte dado un tajo en el
brazo, al menos. Al menos eso.
Pero no lo hiciste, digo. Creí que ibas a darme una
cuchillada, pero no lo hiciste. Luego te quité el cuchillo.
Dice: Siempre has tenido suerte. Me lo quitaste y me diste
una bofetada. Siento mucho no haber utilizado aquel cuchillo. Un pequeño corte,
al menos. Hasta un pequeño corte habría bastado para dejarte un buen recuerdo
mío.
Tengo montones de recuerdos, digo. Y al punto me arrepiento
de haberlo dicho.
Dice: Amén, hermano. Por si no te has dado cuenta, ahí está
la manzana de la discordia. Ahí reside todo el problema. Pero en mi opinión,
como ya te he dicho, recuerdas lo que no deberías recordar. Recuerdas las cosas
bajas, vergonzosas. Por eso te has interesado tanto cuando he sacado a relucir
lo del cuchillo.
Dice: Me pregunto si alguna vez te arrepientes de algo. Si
es que ese sentimiento vale algo hoy día. No mucho, me temo. Aunque tú deberías
ser ya un especialista en el tema.
Arrepentimiento, digo. No me interesa gran cosa, la verdad.
No es un vocablo que utilice muy a menudo. Arrepentimiento. No, supongo que en
general no siento nada parecido. Admito que tengo tendencia a recrearme en el
lado oscuro de las cosas. Bueno, a veces. Pero ¿arrepentimiento? No, creo que
no.
Dice: Eres un grandísimo hijo de perra, ¿lo sabías? Un
despiadado e insensible hijo de perra. ¿ Te lo han dicho alguna vez?
Sí, tú, digo. Miles de veces.
Dice: Yo siempre digo la verdad. Aunque duela. Nunca podrás
cogerme en una mentira.
Dice: Se me cayó la venda de los ojos hace mucho tiempo,
pero ya era tarde. Tuve mi oportunidad, pero la dejé escapar entre los dedos.
Durante un tiempo llegué incluso a pensar que volverías. ¿Cómo pude imaginar
algo semejante? Debía de estar muy desquiciada. Tengo ganas de llorar a mares,
pero no voy a darte ese placer.
Dice: ¿Sabes? Si te estuvieras quemando vivo ahora mismo, si
de pronto tu cuerpo se pusiera a arder en este mismo instante, no correría a
echarte encima un cubo de agua.
Ríe ante lo que acaba de decir. Pero su semblante vuelve a
ponerse grave en seguida.
Dice: ¿Qué diablos haces aquí? ¿Quieres seguir oyendo cosas?
Podría seguir así días y días. Creo que sé por qué has venido, pero quiero que
seas tú quien me lo diga.
Al ver que no respondo, que sigo allí sentado y quieto,
continúa.
Dice: A partir de entonces, a partir del día en que te
fuiste, ya nada me importaba. Ni los niños, ni Dios, ni nada. Era como si no
supiera qué cataclismo me había fulminado. Era como si de pronto hubiera dejado
de vivir. Había ido viviendo año tras año, y de pronto la vida cesaba. No se
detenía sin más, sino con un chirrido horrible. Pensé: si para él no valgo
nada, tampoco valgo nada para mí misma, para nadie. Eso fue lo peor. Sentía que
se me iba a romper el corazón. ¿Qué, digo? Se me había roto. Claro que se me
rompió. Así, sin más. Y sigue roto, si te interesa saberlo. Esa es la verdad,
en pocas palabras. Lo puse todo en ti: todos los huevos en la misma cesta. Eso
es lo que hice. Todos los huevos podridos en la misma cesta.
Dice: Encontraste a otra, ¿no es eso? No te llevó mucho
tiempo. Y ahora eres feliz. Eso es lo que dicen de ti, al menos. «Ahora es
feliz.» ¿Sabes? ¡Leí todo lo que me mandaste! ¿Pensabas que no iba a hacerlo?
Escuche, señor, le conozco muy bien. Siempre te he conocido bien. Entonces y
ahora. Conozco el fondo de tu corazón. Todos sus recovecos. No lo olvides
nunca. Tu corazón es una jungla, una selva oscura. Un cubo de la basura, por si
quieres saberlo. Si quieren preguntar a alguien, diles que vengan a hablar
conmigo. Yo sé muy bien cómo funcionas. Tú deja que vengan por aquí: se
enterarán de un buen puñado de cosas. Yo estaba allí. En primera línea,
camarada. Luego me exhibiste y ridiculizaste en tu... «literatura». Para que
todo el mundo me compadeciera o se permitiera juzgarme. Pregúntame si me
importaba. Pregúntame si pasé vergüenza. Vamos, pregúntamelo.
No, digo. No voy a preguntártelo. No quiero entrar en eso,
digo.
¡Pues claro que no quieres! ¡Y también sabes por qué!
Dice: Querido, no quiero ofenderte, pero a veces creo que sería
capaz de pegarte un tiro y quedarme mirando cómo estiras la pata.
Dice: No puedes mirarme a los ojos, ¿eh?
Dice (y son palabras literales): Ni siquiera eres capaz de
mirarme a los ojos cuando te hablo.
Muy bien, de acuerdo, la miro a los ojos.
Dice: Así. Perfecto. Puede que así podamos llegar a alguna
parte. Así está mucho mejor. Si la miras a los ojos, puedes saber mucho de la
persona con quien hablas. Lo sabe todo el mundo. Pero ¿sabes otra cosa? Nadie
en todo el planeta se atrevería a decírtela. Nadie más que yo. Yo tengo
derecho. Me gané ese derecho, querido. Bien, escucha, te crees alguien que no
eres. Esa es la pura verdad. Pero ¿qué puedo saber yo? Eso es lo que dirán en
los cien próximos años. Dirán: «¿Quién era ella, al fin y al cabo?»
Dice: En cualquier caso, de lo que no hay duda es de que tú
sí me has tomado a mí por otra persona. ¡Ya ni siquiera tengo el mismo nombre!
Ni el que me pusieron cuando nací, ni el que llevé cuando vivía contigo, ni el
que tenía hace un par de años. ¿Cómo se explica eso? ¿A qué vienen todos estos
cambios? Pues bien, escucha: quiero que me dejes vivir en paz. Por favor. No
creo que sea un crimen.
Dice: ¿No deberías estar en otra parte? ¿No tienes que coger
ningún avión? ¿No tendrías que estar en algún sitio a doscientos kilómetros de
aquí en este preciso instante?
No, digo. Y lo repito: No. No tengo que estar en ninguna
parte.
Y entonces hago algo. Alargo la mano y le cojo la manga de
la blusa entre el pulgar y el índice. Y eso es todo. No hago más que tocarla
así, y después retiro la mano. Ella no se aparta. No se mueve.
Y he aquí lo que hago luego: me pongo de rodillas, un tipo
grande como yo, y cojo el dobladillo de su vestido. ¿Qué estoy haciendo en el
suelo? Me gustaría saberlo. Pero sé que estoy donde debo estar, y sigo de
rodillas aferrado al bajo de su vestido.
Se queda inmóvil un instante, pero al momento siguiente
dice: Está bien, bobo. Eres tan tonto a veces... Levántate. Te digo que te
levantes. Venga, hazme caso. Ya lo he superado. Me llevó bastante tiempo, pero
logré superarlo. ¿Qué creías? ¿Que me iba a ser fácil? Luego apareces en mi
puerta y toda la vieja historia se me viene de nuevo encima. Necesitaba
airearla. Pero sabes y sé que todo aquello es agua pasada.
Dice: Durante mucho tiempo mi desconsuelo fue total.
Inconsolable... Así estaba yo, cariño. Anota esa palabra en tu pequeña libreta.
Puedo decir por experiencia que es la palabra más triste de todo el
diccionario. Bien, pero al final pude superarlo. El tiempo es un caballero,
dijo un sabio. O alguna mujer vieja y cansada, quién sabe.
Dice: Ahora tengo una vida. Una vida diferente de la tuya,
pero supongo que no debemos compararlas. Es mi vida, y eso es lo importante; es
de eso de lo que tengo que ser más y más consciente a medida que envejezco.
Pero no te sientas demasiado mal. Bueno, quizá tampoco pase nada porque te
sientas un poco mal. No te morirás, y es lo menos que puede esperarse de
alguien que no es capaz de arrepentirse.
Dice: Vamos, levántate. Tienes que irte. Mi marido está a
punto de llegar para el almuerzo. ¿Cómo podría explicarle todo esto?
Es absurdo, pero sigo de rodillas aferrado al bajo de su
vestido. No quiero soltarlo. Soy como un terrier, y es como si estuviera pegado
al suelo. Como si no pudiera moverme.
Dice: Levántate ahora mismo. ¿Qué pasa? ¿Quieres algo más de
mí? ¿Qué es lo que quieres? ¿Que te perdone? ¿Por eso haces todo esto? Es por
eso, ¿no es cierto? Por eso te desviaste para venir a verme. Lo del cuchillo
parece que te ha reanimado un poco. Creí que lo habías olvidado. Pero ahí
estaba yo para recordártelo. Bien, si te vas ahora mismo te diré algo.
Dice: Te perdono.
Dice: ¿Satisfecho? ¿Mejor así? ¿Te sientes feliz? Sí, ahora
se siente feliz.
Pero yo sigo allí, arrodillado.
Dice: ¿Has oído lo que he dicho? Tienes que irte. ¿Eh, bobo?
Querido, te he dicho que te perdono. Hasta te he recordado lo del cuchillo.
¿Qué más puedo hacer? Has salido bien parado, pequeño.
Vamos, date prisa, tienes que irte. Levántate. Así, muy
bien. Sigues siendo un hombre grande, ¿eh? Aquí tienes tu sombrero. No te
olvides el sombrero. Antes nunca llevabas sombrero. Nunca en la vida te había
visto con sombrero.
Dice: Escucha. Mírame. Escucha atentamente lo que voy a
decirte.
Se acerca. Su cara está apenas a un palmo de la mía. No
habíamos estado tan cerca en mucho tiempo. Aspiro el aire entrecortado y
quedamente para que no me oiga, y espero. Tengo la impresión de que el corazón
me late más despacio.
Dice: Cuéntalo como crees que debes, y olvida lo demás. Como
siempre has hecho. Llevas tanto tiempo haciéndolo que no te será muy difícil.
Dice: Bien. Ya está hecho. Eres libre, ¿no es cierto? Al
menos piensas que lo eres. Libre al fin. Era una broma, pero no te rías. De
todas formas te sientes mejor, ¿no crees?
Me acompaña por el pasillo.
Dice: No sé cómo podría explicarle esto a mi marido si
apareciera en este momento. Pero qué importa. Si nos ponemos a pensarlo, hoy
día a nadie le importa un comino nada. Además, creo que todo lo que podía pasar
ya ha pasado. A propósito, mi marido se llama Fred. Es un buen hombre. Trabaja
duro para ganarse la vida. Y se preocupa por mí.
Me acompaña hasta la puerta, que ha estado abierta todo el
rato. Durante toda la mañana han estado entrando la luz y el aire fresco y los
ruidos de la calle, pero no nos hemos dado cuenta. Miro hacia el exterior y
veo, oh, Dios, una luna blanca suspendida en el cielo de la mañana. No creo
haber visto jamás nada tan extraordinario. Pero me da miedo comentarlo. Sí, me
da miedo. No sé lo que podría pasar. Hasta podría echarme a llorar. O no
entender en absoluto mis propias palabras.
Dice: Puede que algún día vuelvas a verme o puede que no. Lo
de hoy no tardará en borrarse, lo sabes. Pronto volverás a sentirte mal. A lo
mejor consigues una buena historia de todo esto. Pero si es así, no quiero
saberlo.
Le digo adiós. Ella no dice nada. Se mira las manos, luego
se las mete en los bolsillos del vestido. Sacude la cabeza. Vuelve a entrar en
casa, y esta vez cierra la puerta.
Me alejo por la acera. Unos niños se pasan un balón de fútbol
al otro extremo de la calle. Pero no son hijos míos. Ni hijos de ella. Hay
hojas secas por todas partes, incluso en las cunetas. Mire donde mire, las veo
a montones. Caen de los árboles a mi paso. No puedo avanzar sin que mis pies
tropiecen con ellas. Deberían hacer algo al respecto. Deberían tomarse la
molestia de coger un rastrillo y dejar esto como es debido.
* «Intimidad» es lo primero de Carver que leí. Recuerdo que fue un verano. Recuerdo que me impactó. Busqué más sobre él. Tuve y tengo la suerte de seguir leyéndolo. Y así empezó ese camino de admiración y también de placer... Esa comunión que, a veces, se da…
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