El
nombre de mi papá era Clevie Raymond Carver. Su familia lo llamaba Raymond y
sus amigos lo llamaban C.R. A mí me pusieron como él Raymond Clevie Carver, Jr.
Aborrecía
lo de “Junior”. Cuando era pequeño mi papá me llamaba Rana, lo que estaba bien.
Pero después, como todo el mundo en la familia, empezó a llamarme Junior.
Siguió
diciéndome así hasta que tuve trece o catorce años y anuncié que no volvería a contestar
si me seguían diciendo ese nombre. Entonces empezó a llamarme Doc. Desde entonces
hasta su muerte, el 17 de junio de 1967, me llamó Doc, o también Hijo.
Cuando
murió, mi madre le telefoneó a mi esposa la noticia. Yo entonces estaba
lejos de mi familia, entre dos vidas, tratando de matricularme en la Escuela de
Bibliotecología de la Universidad de Iowa. Cuando mi esposa contestó al
teléfono, mi madre le soltó “¡Murió Raymond!” Por un momento mi esposa pensó
que mi madre había dicho que yo había muerto. Luego mi madre aclaró de cuál
Raymond estaba hablando y mi esposa dijo: “Gracias a Dios. Pensé que se refería
a mí Raymond”.
Mi
papá caminó, pidió aventones y anduvo en vagones de tren vacíos cuando partió de
Arkansas hacia el estado de Washington en 1934 en busca de trabajo. No sé si
iba detrás de un sueño cuando se fue a Washington, pero lo dudo. No creo que
soñara mucho. Creo que sencillamente estaba buscando un trabajo fijo con una
paga decente.
El
trabajo fijo era trabajo con sentido. Durante un tiempo recogió manzanas y
luego consiguió un puesto como obrero de la construcción en la represa Grand
Coulee.
Después
de haber ahorrado algo de dinero compró un carro y volvió a Arkansas para ayudarles
a los suyos, a mis abuelos, a que se marcharan al oeste. Decía que estaban a punto
de morirse de hambre en ese lugar, y no era una expresión retórica. Fue en esa breve
estadía en Arkansas, en un pueblo llamado Leola, cuando mi madre se encontró con
papá en la acera, cuando él salía de una taberna.
“Estaba
borracho”, contaba, “No sé por qué lo dejé que me hablara. Tenía los ojos chispeantes.
Ojalá hubiera tenido una bola de cristal”. Se habían visto antes una vez hacía
más o menos un año, en un baile. Mi madre me contó que había tenido novias antes
que ella: “Tu papá siempre tenía una novia, incluso después de que nos casamos.
Él
fue mi primero y último. Nunca tuve otro hombre. Pero no lamento nada”.
Un
juez de Paz los casó el día que salían para Washington, a la fuerte y alta muchacha
campesina y al obrero agrícola convertido en trabajador de la construcción.
Mi
madre pasó su noche de bodas con mi papá y su familia, acampados todos al lado
de la carretera en Arkansas.
En
Omak, Washington, mi papá y mi madre vivían en un sitio pequeño no más grande
que una choza. Mis abuelos vivían al lado. Papá seguía trabajando en la represa
y después, cuando las enormes turbinas comenzaron a producir electricidad y el
agua llegaba a cien millas dentro de Canadá, formó parte de la multitud que oyó
a Franklin
D.
Roosevelt cuando habló en el sitio de la construcción. “Nunca mencionó a los
que murieron construyendo la represa”, decía mi papá. Algunos amigos suyos
murieron allí, hombres de Arkansas, Oklahoma y Missouri.
Luego
consiguió trabajo en un aserrío en Caltskanie. Nací allí y mi madre tiene una foto
de papá frente a la puerta del aserrío, mostrándome orgullosamente a la cámara.
Tengo
el gorro ladeado y a punto de desatarse. Su sombrero está echado sobre la
frente, y muestra una gran sonrisa. ¿Iba a trabajar o había concluido ya su
turno? No importa.
De
todos modos, tenía empleo y familia. Eran sus mejores años.
En
1941 nos fuimos a Yakima, Washington, donde mi padre empezó a trabajar como
afilador, un oficio especializado que había aprendido en Caltskanie. Cuando estalló
la guerra le dieron un aplazamiento porque su trabajo se consideraba necesario para
el esfuerzo de guerra. Los servicios armados demandaban madera y él mantenía
tan filudas las sierras que podían afeitar los pelos de un brazo.
Después
de que mi papá se instaló con nosotros en Yakima mudó a sus padres a nuestro
vecindario. A mediados de los años cuarenta el resto de la familia de mi papá— su
hermano, su hermana y su marido, así como tíos, primos, sobrinos y casi toda su
extensa familia y sus amigos—había llegado a Arkansas. Todo porque mi papá
había llegado primero. Los hombres fueron a trabajar a Boise Cascade, donde
trabajaba mi papá, las mujeres empacaban manzanas en las fábricas de conservas.
En muy poco tiempo, parecía —según mi madre—que todos estaban mejor que papá.
“Tu papá no podía guardar el dinero”, decía mi madre. “El dinero le quemaba en
el bolsillo. Siempre estaba haciendo algo por los demás”.
La
primera casa donde recuerdo claramente haber vivido, el 1515 South Fifteenth Street,
en Yakima, tenía un sanitario exterior. En la noche de las brujas, o en
cualquier otra noche, sin ningún motivo, los muchachos vecinos, muchachos en su
primera adolescencia, se llevaban el sanitario y lo abandonaban al lado de la
carretera. Mi papá tenía que conseguir a alguien que le ayudara a llevarlo a
casa. O los muchachos se llevaban el sanitario y lo ponían en el patio tra—sero
de otra casa. Una vez llegaron a incendiarlo. Pero la nuestra no era la única
casa con sanitario exterior. Cuando tuve edad de saber lo que hacía le lanzaba
piedras a los otros sanitarios cuando veía a alguien que entraba. Esto se
llamaba bombardear los sanitarios. Pero al cabo de un tiempo todo el mundo
instaló baños interiores hasta que de pronto nuestro baño sanitario exterior
fue el único del vecindario. Recuerdo mi vergüenza cuando mi maestro de tercer
año, el señor Wise, me llevó un día a casa desde el colegio. Le pedí que se
detuviera en la casade al lado asegurándole que vivía allí.
Puedo
acordarme de lo que sucedió una noche cuando mi padre llegó tarde y encontró
que mi madre había cerrado todas las puertas por dentro. Estaba borracho y sentíamos
que la casa se estremecía cuando sacudía la puerta. Cuando logró forzar una ventana,
ella lo golpeó en la frente con un colador y lo noqueó. Podíamos verlo tendido en
la hierba. Años después yo solía recordar ese colador —pesado como un rodillo
de amasar— e imaginarme lo que sentiría ser golpeado con algo así. Fue durante
ese período cuando recuerdo que mi papá me llevaba al dormitorio, me sentaba en
la cama y me decía que por un tiempo tendría que irme a vivir con mi tía LaVon.
No podía entender lo que había hecho para tener que irme a vivir lejos de casa.
Pero también esto—cualquiera que fuese su causa—se olvidó, más o menos, porque
seguimos juntos y no tuve que irme a vivir con ella ni con nadie más.
Recuerdo
a mi madre vertiendo su whisky por el lavaplatos. A veces lo derramaba todo y
en ocasiones, si temía que la descubrieran, sólo la mitad y volvía a llenar la botella
de agua. Una vez probé un poco de whisky. Era un brebaje horrible y no veía cómo
alguien podía beberlo.
Después
de no tener uno durante mucho tiempo, finalmente, compramos un carro en 1949 o
1950, un Ford 1938. Pero la primera semana dejó de funcionar y papá tuvo que llevarlo
a que le reconstruyeran el motor.
“Tenemos
el carro más viejo del pueblo”, decía mi madre. “Podríamos haber comprado un
Cadillac con todo lo que hemos gastado en repuestos”. Una vez encontró una
barra de lápiz labial en el piso, junto a un pañuelo de encaje “¿Ves esto?”, me
dijo.
“Alguna
tipa lo dejó en el carro”.
Una
vez la vi llevar una palangana de agua caliente al dormitorio donde mi papá estaba
durmiendo. Le tomó la mano debajo de las cobijas y se la puso en el agua. Yo estaba
en la puerta y miraba. Quería saber qué estaba pasando. Esto lo hace hablar dormido,
me dijo. Había cosas que necesitaba saber, cosas que estaba segura de que ocultaba.
Cuando
era pequeño, cada año, más o menos, tomábamos el tren North Coast Limited a través
de cascade Range desde Yakima a Seattle
y nos quedábamos en el Hotel Vance y comíamos, lo recuerdo, en un sitio llamado
Dinner Bell Café. Una vez fuimos a Ivar´s Acres of Palms y bebimos vasos de
caldo de almejas caliente.
En
1956, el año en que iba a graduarme del colegio, mi papá dejó su puesto en el aserradero
de Yakima y consiguió un empleo en Chester, un pequeño pueblo de aserradores en
el norte de California. Las razones para tomar ese empleo eran una remuneración
horaria más elevada y la vaga promesa de que, al cabo de unos años, accedería
al cargo de afilador principal el nuevo aserradero. Pero creo, en lo esencial, que
mi papá estaba desasosegado y sencillamente quería probar suerte en otra parte.
Las cosas se le habían vuelto mal en Yakima. Además, el año anterior habían
muerto, uno después de otro con seis meses de diferencia, sus padres.
Pero
unos pocos días después del grado, cuando mi madre y yo habíamos empacado ya
para irnos a Chester, mi papá escribió a lápiz una carta para decir que estaba
enfermo hacía un tiempo. No quería que nos preocupáramos, decía, pero se había
cortado con una sierra. Tal vez le había quedado en la sangre una pizca de
acero. De todas maneras, algo había pasado y había tenido que faltar al
trabajo, decía. Por el mismo correo llegó una postal sin firma donde alguien de
allá le decía a mi madre que papá estaba a punto de morir y que estaba bebiendo
“whisky crudo”.
Cuando
llegamos a Chester mi papá estaba viviendo en un remolque que pertenecía a la
compañía. No lo reconocí de inmediato. Creo que por un momento no quise reconocerlo.
Estaba flaco y pálido y parecía aturdido. Los pantalones se le caían. No parecía
mi papá. Mi madre empezó a llorar. Mi papá la rodeó con los brazos y vagamente
le daba golpecitos en el hombro, como si él tampoco supiera de qué se trataba
todo esto. Los tres empezamos a vivir en el trailer y lo cuidamos lo mejor que podíamos.
Pero mi papá estaba enfermo y no podía mejorar. Trabajé con él en el aserradero
ese verano y parte del otoño. Nos levantábamos por la mañana y comprábamos huevos
con tostadas mientras escuchábamos la radio, y luego salíamos con las cajas del
almuerzo. Pasábamos juntos la puerta a las ocho de la mañana, y no volvía a
verlo hasta la hora de salida. En noviembre volvía a Yakima para estar más cerca
de mi novia, la muchacha con la que había decidido casarme.
Trabajó
en el aserradero en Chester hasta el siguiente mes de febrero, cuando se desmayó
en el trabajo y tuvo que ser llevado al hospital. Mi madre me pidió que fuera a
ayudar. Tomé un bus de Yakima a Chester, con el propósito de traerlos de vuelta
a Yakima. Pero ahora, además de estar enfermo físicamente, mi papá estaba
atravesando un colapso nervioso, aunque ninguno de nosotros sabía entonces que
así se llamaba eso.
Durante
todo el viaje de regreso a Yakima no habló, ni siquiera cuando se le hacía una
pregunta directa (“¿Cómo te sientes, Raymond?” “¿Estás bien, papá?”). Se
comunicaba, si eso era comunicarse, moviendo la cabeza o levantando las palmas
de la mano, como para decir que no sabía o no le importaba. Lo único que dijo
durante el viaje, y durante casi un mes después, fue cuando yo aceleré por un
camino destapado en Oregon y el mofle del carro se aflojó. “Ibas demasiado
rápido”, dijo.
En
Yakima, un médico se encargó de que mi papá fuera a un psiquiatra. Mi madre y yo
tuvimos que acudir a la asistencia pública, como entonces se decía, y el
condado le pagaba el psiquiatra. El psiquiatra le preguntó a mi papá “¿Quién es
el presidente?”. Al fin una pregunta que podía contestar “Ike”, dijo mi papá.
Sin embargo lo llevaron al quinto piso del Valley Memorial Hospital y empezaron
a tratarlo con electrochoques.
Yo
estaba ya casado y a punto de comenzar mi propia familia. Mi papá estaba
todavía encerrado allí cuando mi esposa fue al mismo hospital, un piso más
abajo, para tener nuestro primer niño. Después del parto subí a darle la
noticia a mi papá. Me dejaron pasar por una puerta de acero y me mostraron
dónde podía encontrarlo. Estaba sentado en un diván con una manta sobre el
regazo. Hola, pensé, ¿qué diablos le pasa a mi papá?
Me
senté a su lado y le dije que era abuelo. Dejó pasar un minuto y luego dijo:
“Me siento como un abuelo”. Fue todo lo que dijo. No sonrió ni se movió. Estaba
en un salón grande con un montón de gente. Luego lo abracé y empezó a llorar.
De
alguna manera salió de allí. Pero entonces vinieron los años en que no pudo trabajar
y se pasaba el tiempo en casa tratando de imaginar qué iba a ser de él y qué había
hecho de malo para terminar así. Mi madre pasaba de un empleo miserable a otro.
Mucho
después comenzó a hablar del tiempo cuando él estuvo en el hospital y de los años
siguientes como de la época cuando “Raymond estaba enfermo”. La palabra enfermo
no volvió a ser la misma para mí.
En
1964, con ayuda de un amigo, tuvo la suerte de que lo contrataran en un
aserradero en Klamath, California. Se fue solo para allá a ver si podía
arreglárselas.
Vivía
no lejos del aserradero, en una cabaña de un solo cuarto no muy distinta del
sitio donde mi madre y él habían comenzado a vivir cuando se fueron al oeste.
Le garrapateaba cartas a mi madre y cuando yo llamaba ella las leía por el
teléfono. Le decía en las cartas que todo pendía de un hilo. Cada día que iba a
trabajar le parecía el día más importante de su vida. Pero cada día, le
contaba, hacía que el siguiente fuera más fácil. Le decía que me diera saludos.
Si no podía dormir por las noches, decía pensaba en mí y en los buenos ratos
que habíamos pasado. Por último, tras un par de meses, recuperó algo de su
confianza. Podía hacer el trabajo y no creía que tuviera que preocuparse por
dejar colgado a alguien otra vez. Cuando se sintió seguro envió por mi madre.
Había
dejado de trabajar durante seis años y en ese tiempo lo había perdido todo — casa,
carro, muebles y enseres, incluido el gran congelador que había sido la dicha y
el orgullo de mi madre—. Había perdido su buen nombre también —Raymond Carver
era alguien que no podía pagar sus cuentas— y el respeto por sí mismo se había
ido. Incluso había perdido su virilidad. Mi madre le contó a mi mujer: “Durante
todo ese tiempo que Raymond estuvo enfermo dormíamos en la misma cama, pero no
teníamos relaciones.
Algunas
veces quería pero no pasaba nada. A mí no me importaba pero, sabes, creo que él
quería”.
En
esos años yo estaba tratando de levantar mi propia familia y de ganarme la
vida.
Pero,
por una cosa o por otra, siempre nos estábamos mudando. No podía seguirle la pista
a mi papá. Sin embargo, en una Nochebuena tuve la oportunidad de contarle que quería
ser escritor. Lo mismo hubiera podido decirle que quería ser cirujano plástico.
“¿De
qué vas a escribir?”, quería saber. Después, como para ayudarme, dijo: “Escribe
sobre cosas que sepas. Escribe sobre esas excursiones a pescar que hacíamos.”
Dije que lo haría, pero sabía que no sería así. “Mándame lo que escribas”,
dijo. Dije que sí, pero después no lo hice. No estaba escribiendo nada sobre pescar,
y no creo que le hubiera interesado particularmente, o incluso que hubiera
entendido, lo que estaba escribiendo en esos días. Además, no era un lector. No
el tipo de lector para el que me imaginaba estar escribiendo.
Luego
murió. Yo estaba muy lejos, en Iowa City, y aún tenía cosas qué decirle. No tuve
la ocasión de decirle adiós, o que pensaba que lo estaba haciendo muy bien en
su nuevo empleo. Que me sentía orgulloso de él por haber sido capaz de volver a
empezar.
Mi
madre dijo que había vuelto del trabajo esa noche y había cenado mucho. Luego se
sentó solo a la mesa y acabó lo que le quedaba de una botella de whisky, una
botella que había encontrado escondida en el fondo de la basura, debajo de la
borra del café, uno o dos días antes. Después se levantó y se fue a la cama,
donde un poco más tarde se le reunió mi madre. Pero en la noche ella tuvo que
levantarse y hacerse una cama en el diván. “Roncaba tan duro que no podía
dormir”, dijo. A la mañana siguiente, cuando lo miró estaba de espaldas con la
boca abierta, las mejillas hundidas, dijo. Supo que había muerto — no necesitó
que un médico se lo dijera—. Pero de todas maneras llamó a uno, y después a mi
mujer.
Entre
las fotos de ella y papá que mi madre conservaba de aquellos primeros días en Washington
había una en la que estaba frente a un carro, sosteniendo una cerveza y una rastra
de pescados. En la foto tiene el sombrero echado hacia atrás y una curiosa
sonrisa en su rostro. Se la pedí a mi madre y me la dio con otras. La puse en
la pared y siempre que nos mudábamos me la llevaba y la ponía en otra pared. De
vez en cuando la miraba con cuidado, tratando de dilucidar algunas cosas acerca
de mi padre y también de mí mismo. Pero no podía. Mi papá se iba yendo cada vez
más lejos de mí, hacia atrás en el tiempo. Por último, perdí la fotografía. Fue
entonces cuando traté de recordarla e intenté al mismo tiempo decir algo sobre
mi papá, y por qué pensaba que en ciertos aspectos importantes nos parecíamos.
Escribí el poema cuando vivía en un edificio de apartamentos en un área urbana
al sur de San Francisco en un momento en el que yo también, como mi papá,
estaba teniendo problemas con el alcohol. El poema era una manera de tratar de
conectarme con él.
Fotografía de mi Padre a sus veintidós años
Octubre,
aquí en la húmeda, infamiliar cocina
estudio
la avergonzada cara joven de mi padre.
Sonrisa
de oveja, tiene en una mano una rastra
de
espinosas percas amarillas; en la otra
una
botella de cerveza Carlsberg.
Con
jeans y camisa de franela, se inclina
contra
el guardabarros de un Ford 1934.
Le
gustaría posar valiente y efusivo para su posteridad,
usar
su sombrero viejo ladeado sobre la oreja.
Toda
su vida mi padre quiso ser altivo.
Pero
los ojos lo delatan, y las manos
que
ofrecen fláccidas la rastra de percas muertas
y
la botella de cerveza. Padre, te quiero,
pero
cómo darte gracias, yo que tampoco aguanto el trago
y
ni conozco los sitios donde se puede pescar.
El
poema es exacto en sus detalles, excepto que mi padre murió en junio y no en octubre,
como dice la primera palabra del poema. Quería una palabra con una sílaba más
para dilatarlo un poquito. Pero más que eso, quería un mes apropiado para lo
que estaba sintiendo entonces —un mes de días cortos y de luz declinante, humo
en el aire, cosas que perecen—. Junio era verano, noches y días, grados, mi
aniversario de matrimonio, el nacimiento de uno de mis hijos. Junio no era el
mes en que moría el padre de uno.
Después
del servicio en la funeraria, cuando ya habíamos salido, una mujer a la que no conocía
vino hacia mí y dijo: “Está más feliz donde se halla ahora”. Me quedé mirándola
hasta que se alejó. Todavía recuerdo el sombrerito que usaba. Luego unos de los
primos de papá —no sabía su nombre— se me acercó y me tomó de la mano.
“Todos
los extrañamos”, dijo y yo sabía que no lo había dicho por ser amable.
Empecé
a llorar por primera vez desde que recibí la noticia. Antes no había podido.
No
había tenido tiempo, para empezar. Entonces, de pronto, no podía contenerme.
Abracé
a mi mujer y lloré mientras ella decía y hacía lo que podía para consolarme
allí en medio de esa tarde de verano.
Escuché
a la gente que consolaba a mi madre, y me alegré de que hubiera aparecido la
familia de papá, que hubiera ido adonde yo estaba. Pensé que recordaría todo lo
que se dijo y se hizo ese día y que quizás hallaría la manera de contarlo alguna
vez. Pero no.
Lo
olvidé todo, o casi todo. Lo que recuerdo es que esa tarde nuestros nombres se escuchaban
mucho, el nombre de papá y el mío. Pero yo sabía que estaban hablando de papá.
Raymond, seguía diciendo esa gente con sus hermosas voces de mi niñez.
RAYMOND. [1986]
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