Los mercaderes procedentes
de Europa estaban sentados en el puente, de cara a la mar azul, en la sombra
color índigo de las velas remendadas de retazos grises. El sol cambiaba
constantemente de lugar entre los cordajes y, con el balanceo del barco, parecía
estar saltando como una pelota que rebotara por encima de una red de mallas muy
abiertas. El navío tenía que virar continuamente para evitar los escollos; el
piloto, atento a la maniobra, se acariciaba el mentón azulado.
Al crepúsculo, los
mercaderes desembarcaron en una orilla embaldosada de mármol blanco; vetas
azuladas surcaban la superficie de las grandes losas que antaño fueran
revestimiento de templos. La sombra que cada uno de los mercaderes arrastraba
tras de sí por la calzada, al caminar en el sentido del ocaso, era más
alargada, más estrecha y no tan oscura como en pleno mediodía; su tonalidad, de
un azul muy pálido, recordaba a la de las ojeras que se extienden por debajo de
los párpados de una enferma. En las blancas cúpulas de las mezquitas espejeaban
inscripciones azules, cual tatuajes en un seno delicado; de vez en cuando, una
turquesa se desprendía por su propio peso del artesonado y caía con un ruido
sordo sobre las alfombras de un azul muelle y descolorido.
Se levantó la luna y
emprendió una danza errática, como un espíritu endiablado, entre las tumbas
cónicas del cementerio. El cielo era azul, semejante a la cola de escamas de
una sirena, y el mercader griego encontraba en las montañas desnudas que
bordeaban el horizonte un parecido con las grupas azules y rasas de los
centauros.
Todas las estrellas
concentraban su fulgor en el interior del palacio de las mujeres. Los
mercaderes penetraron en el patio de honor para resguardarse del viento y del
mar, pero las mujeres, asustadas, se negaban a recibirlos y ellos se desollaron
en vano las manos a fuerza de llamar a las puertas de acero, relucientes como
la hoja de un sable.
Tan intenso era el frío, que
el mercader holandés perdió los cinco dedos de su pie izquierdo; al mercader
italiano le amputó los dedos de la mano derecha una tortuga que él había
tomado, en la oscuridad, por un simple cabujón de lapislázuli. Por fin, un negrazo
salió del palacio llorando y les explicó que, noche tras noche, las damas
rechazaban su amor por no tener la piel suficientemente oscura. El mercader
griego supo congraciarse con el negro merced al regalo de un talismán hecho de
sangre seca y de tierra de cementerio, así es que el nubio los introdujo en una
gran sala color ultramar y recomendó a las mujeres que no hablaran demasiado
alto para que no despertaran los camellos en su establo y no se alterasen las
serpientes que chupan la leche del claro de luna.
Los mercaderes abrieron sus
cofres ante los ojos ávidos de las esclavas, en medio de olorosos humos azules,
pero ninguna de las damas respondió a sus preguntas y las princesas no
aceptaron sus regalos. En una sala revestida de dorados, una china ataviada con
un traje anaranjado los tachó de impostores, pues las sortijas que le ofrecían
se volvían invisibles al contacto de su piel amarilla. Ninguno advirtió la
presencia de una mujer vestida de negro, sentada en el fondo de un corredor, y
como le pisaran sin darse cuenta los pliegues de su falda, ella los maldijo
invocando al cielo azul en la lengua de los tártaros, invocando al sol en la
lengua turca, e invocando la arena en la lengua del desierto. En una sala
tapizada de telas de araña, los mercaderes no obtuvieron respuesta de otra
mujer, vestida de gris, que sin cesar se palpaba para estar segura de que
existía; en la siguiente sala, color grana, los mercaderes huyeron a la vista
de una mujer vestida de rojo que se desangraba por una ancha herida abierta en
el pecho, aunque ella parecía no darse cuenta, ya que su vestido no estaba ni
siquiera manchado.
Pudieron al cabo refugiarse
en el ala donde estaban las cocinas y allí deliberaron acerca del mejor medio
para llegar hasta la caverna de los zafiros. Constantemente los molestaba el
trajín de los aguadores, y un perro sarnoso fue a lamer el muñón azul del
mercader italiano, el que había perdido los dedos. Al fin, vieron aparecer por
la escalera de la bodega a una joven esclava que llevaba hielo granizado en un
ataifor de cristal turbio; lo depositó sin mirar dónde, sobre una columna de
aire, para dejarse las manos libres y poder saludar, levantándolas hasta la
frente, donde llevaba tatuada la estrella de los magos. Sus cabellos
azul-negros fluían desde las sienes hasta los hombros; sus ojos claros miraban
el mundo a través de dos lágrimas; y su boca no era sino una herida azul. Su
vestido color lavanda, de fina tela desteñida por hartos lavados, estaba
desgarrado en las rodillas, pues la joven tenía por costumbre prosternarse para
rezar y lo hacía constantemente.
Poco importaba que no
comprendiera la lengua de los mercaderes, pues era sordomuda; así, se limitó a
asentir gravemente con la cabeza cuando ellos inquirieron cómo ir hasta el
tesoro mostrándole en un espejo sus ojos color de gema y señalando luego la
huella de sus pasos en el polvo del corredor. El mercader griego le ofreció sus
talismanes: la niña los rechazó como lo hubiera hecho una mujer dichosa, pero
con la sonrisa amarga de una mujer desesperada; el mercader holandés le tendió
un saco lleno de joyas, pero ella hizo una reverencia desplegando con las manos
el pobre vestido todo roto, y no les fue posible adivinar si es que se juzgaba
demasiado indigente o demasiado rica para tales esplendores.
Luego, con una brizna de
hierba levantó el picaporte de la puerta y se encontraron en un patio redondo
como el interior de un pozal, lleno hasta los bordes de la fría luz matinal. La
joven se sirvió de su dedo meñique para abrir la segunda puerta que daba a la
llanura y, uno tras otro, se encaminaron hacia el interior de la isla por un
camino bordeado de matas de aloe. Las sombras de los mercaderes iban pegadas a
sus talones, cual siete víboras pequeñas y negras, en tanto que la muchacha
estaba desprovista de toda sombra, lo que les dio que pensar si no sería un
fantasma.
Las colinas, azules a
distancia, se volvían negras, pardas o grises a medida que se aproximaban; sin
embargo, el mercader de la Turena no perdía el valor y para darse ánimos
cantaba canciones de su tierra francesa. El mercader castellano recibió por dos
veces la picadura de un escorpión y sus piernas se hincharon hasta las rodillas
y cobraron un color de berenjena madura, pero no parecía sentir dolor alguno e
incluso caminaba con el paso más seguro y más solemne que los otros, como si
estuviera sostenido por dos gruesos pilares de basalto azul. El mercader
irlandés lloraba viendo cómo gotas de sangre pálida perlaban los talones de la
muchacha, que andaba descalza sobre cascos de porcelana y de vidrios rotos.
Cuando llegaron al sitio,
tuvieron que arrastrarse de rodillas para entrar a la caverna, que no abría al
mundo más que una boca angosta y agrietada. La gruta era, sin embargo, más
espaciosa de lo que hubiera podido esperarse y, así que sus ojos hubieron hecho
buenas migas con las tinieblas, descubrieron por doquier fragmentos de cielo
entre las fisuras de la roca. Un lago muy puro ocupaba el centro del
subterráneo, y cuando el mercader italiano lanzó una guija para calcular la profundidad,
no se la oyó caer, pero se formaron pompas en la superficie, como si una sirena
bruscamente desesperada hubiera expelido todo el aire que llenaba sus pulmones.
El mercader griego empapó sus manos ávidas en aquella agua y las sacó teñidas
hasta las muñecas, como si se tratara de la tina hirviendo de una tintorera;
mas no logró apoderarse de los zafiros que bogaban, cual flotillas de nautilos,
por aquellas aguas más densas que las de los mares. Entonces, la joven deshizo
sus largas trenzas y sumergió los cabellos en el lago: los zafiros se
prendieron en ellos como en las mallas sedosas de una oscura red. Llamó primero
al mercader holandés, que se metió las piedras preciosas en las calzas; luego,
al mercader francés, que se llenó el chapeo de zafiros; el mercader griego
atiborró un odre que llevaba al mercader castellano, arrancándose los sudados
guantes de cuero, los llenó y se los puso colgados al cuello, de tal suerte que
parecía llevar dos manos cortadas. Cuando le llegó el turno al mercader irlandés,
ya no quedaban zafiros en el lago; la joven esclava se quitó un colgante de
abalorios que llevaba y por señas le ordenó que se lo pusiera sobre el corazón.
Salieron arrastrándose de la
caverna y la muchacha pidió al mercader irlandés que la ayudara a rodar una
gruesa piedra para cerrar la entrada. Luego, colocó un precinto confeccionado
con un poco de arcilla y una hebra de sus cabellos.
El camino se les hizo más
largo que a la ida por la mañana. El mercader castellano, que empezaba a sufrir
a causa de sus piernas emponzoñadas, se tambaleaba y blasfemaba invocando el
nombre de la madre de Dios. El mercader holandés, que estaba hambriento, trató
de arrancar las azules brevas maduras, de una higuera, pero un enjambre de
abejas ocultas en la espesura almibarada lo picaron profundamente en la
garganta y en las manos.
Llegados al pie de las
murallas, el grupo dio un rodeo para evitar a los centinelas y se dirigieron
sin hacer ruido hacia el puerto de los pescadores de sirenas, que estaba
siempre desierto, pues hacía largo tiempo que no se pescaban ya sirenas en
aquel país. La barca flotaba blandamente en el agua, amarrada al dedo de un pie
de bronce, único resto de una estatua colosal erigida antaño en honor a un dios
del que ya nadie recordaba el nombre. En el muelle, la esclava sordomuda hizo
intención de despedirse de los hombres, saludándolos con las manos puestas en
el corazón; entonces, el mercader griego la tomó por las muñecas y la arrastró
hasta el barco, movido por el propósito de venderla al príncipe veneciano del
Negroponto, de quien se sabía que le gustaban las mujeres heridas o afectadas
de alguna invalidez. La doncella se dejó llevar sin oponer resistencia y sus
lágrimas, al caer sobre las maderas del puente, se transformaban en bellas
aguamarinas, así es que sus verdugos se las ingeniaron para darle motivos que
la hicieran llorar.
La dejaron desnuda y la
ataron al palo mayor; su cuerpo era tan blanco que servía de fanal al barco en
aquella noche clara navegando entre las islas. Cuando hubieron terminado su
partida de palillos, los mercaderes bajaron a la cabina para echarse a dormir.
Hacia el alba, el holandés subió al puente aguijoneado por el deseo y se acercó
a la prisionera, dispuesto a violentarla. Mas he aquí que la niña había
desaparecido: las ligaduras colgaban, vacías, del tronco negro del mástil, como
un cinturón demasiado ancho, y en el lugar donde se habían posado sus pies
suaves y delgados no quedaba otra cosa que un mantoncito de hierbas aromáticas
que exhalaban un humillo azul.
En los días que siguieron
reinó una calma chicha, y los rayos del sol, que caían a plomo sobre la lisa
superficie color de algas, producían un chirrido de hierro candente sumergido
en agua fría. Las piernas gangrenadas del mercader castellano se habían puesto azules
como las montañas que se columbraban en el horizonte y purulentos regueros se
deslizaban desde las tablas del puente hasta el mar. Cuando el sufrimiento se
hizo intolerable, el hombre sacó del cinturón una ancha daga triangular y se
cercenó a la altura de los muslos las dos piernas envenenadas. Murió agotado al
despuntar la aurora, después de haber legado sus zafiros al mercader suizo, que
era su enemigo mortal.
Al cabo de una semana
recalaron en Esmirna y el mercader de Turena, que siempre había temido al mar,
optó por desembarcar, con intención de continuar su viaje a lomos de una buena
mula. Un banquero armenio le cambió los zafiros por diez mil monedas con la
efigie del Preste Juan. Eran piezas perfectamente redondas y el francés cargó
alegremente con ellas hasta trece mulos; pero, así que llegó a Angers, tras
siete años de viaje, se encontró con la sorpresa de que las monedas del
monarca-preste no tenían curso en su país.
En Ragusa, el mercader
holandés trocó sus zafiros por una jarra de cerveza servida en el mismo muelle,
pero tuvo que escupir aquel insulso líquido aventado que no tenía el mismo
gusto que la cerveza de las tabernas de Ámsterdam. El mercader italiano
desembarcó en Venecia con el propósito de hacerse proclamar Dogo, mas pereció asesinado
al día siguiente de sus nupcias con la laguna. En cuanto al mercader griego, se
le ocurrió atar los zafiros a un cabo largo y suspenderlos en el costado de la
barca, esperando que el contacto con las olas fuera benéfico para su hermoso
color azul. Al mojarse, las gemas se volvieron líquidas y apenas si añadieron
al tesoro del mar unas pocas gotas de agua transparente. El hombre se consoló
pescando peces y asándolos al rescoldo de la ceniza.
Un atardecer, al cabo de
veintisiete días de navegación, el barco fue atacado por un corsario. El
mercader de Basilea se tragó sus zafiros para sustraerlos de la avaricia de los
piratas y murió de atroces dolores de entrañas. El griego se echó al mar y fue
recogido por un delfín, que lo condujo hasta Tinos. El irlandés, molido a
golpes, fue dejado por muerto en la barca, entre los cadáveres y los sacos
vacíos; nadie se tomó la molestia de quitarle el colgante de falsas piedras
azules, que no tenía ningún valor. Treinta días más tarde, la barca a la deriva
entró por sí misma en el puerto de Dublín y el irlandés echó pie a tierra para
mendigar un pedazo de pan.
Estaba lloviendo. Los
tejados oblicuos de las casas bajas sugerían grandes espejos destinados a captar
los espectros de la luz muerta. La calzada desigual se encharcaba más y más; el
cielo, de un parduzco sucio, parecía tan cenagoso que ni los ángeles se
hubieran atrevido a salir de la casa de Dios; las calles estaban desiertas; el
puesto de un mercero ambulante, que vendía calcetines de lana cruda y cordones
para los zapatos, se veía abandonado al borde de una acera debajo de un
paraguas abierto. Los reyes y los obispos esculpidos en el pórtico de la
catedral no hacían nada para impedir que cayera la lluvia sobre sus coronas o
sus mitras, y la Magdalena recibía el agua en sus senos desnudos.
El mercader, todo
desalentado, fue a sentarse bajo el pórtico junto a una joven mendiga, tan
pobre que su cuerpo, azulenco de frío, se veía a través de los desgarrones de
su vestido gris. Sus rodillas se entrechocaban ligeramente; sus dedos cubiertos
de sabañones apretaban un mendrugo de pan. El mercader le pidió por el amor de
Dios que se lo diera, y ella se lo tendió en el acto. El mercader hubiera
querido regalarle el colgante de abalorios azules, puesto que no tenla ninguna
otra cosa que ofrecer; más en vano buscó en sus bolsillos, alrededor de su
cuello, entre las cuentas de su rosario. No hallándolo, se echó a llorar
desconsolado: no poseía ya nada que pudiera recordarle el color del cielo y la
tonalidad del mar en donde había estado a punto de perecer.
Suspiró profundamente y,
como el crepúsculo y la fría niebla se espesaban en derredor, la muchachita se
apretujó contra él para darle calor. El hombre le hizo preguntas acerca del
país y ella le contestó en el tosco dialecto del pueblo que dejara antaño,
siendo aún muy chico. Entonces, apartó los cabellos desgreñados que cubrían el
rostro de la mendiga, pero tan sucio estaba que la lluvia iba trazando en él
regueritos blancos, y el mercader descubrió horrorizado que la niña era ciega y
que una siniestra nube velaba el ojo izquierdo. No dejó por ello, sin embargo,
de posar su cabeza en aquellas rodillas mal cubiertas de harapos y se durmió
sosegado: el ojo derecho, que había visto privado de mirada, era milagrosamente
azul.
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Mar Azul by Victoria
Sheridan.
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