I
Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la
ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa
devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas
de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie
había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de
cocinero y jardinero a la vez.
La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había
sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones
en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal de la ciudad
en los tiempos en que se construyó, se había visto invadida más tarde por
garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo
de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la
señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los
vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás
cosas que también la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse
con los representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el
sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de
la Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson.
Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la
ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una especie de heredada tradición,
que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor -autor del edicto que
ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin delantal-, la
eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su padre y
que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia fuera
capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento,
diciendo que el padre de la señorita Emilia había hecho un préstamo a la
ciudad, y que la ciudad se valía de este medio para pagar la deuda contraída.
Sólo un hombre de la generación y del modo de ser del coronel Sartoris hubiera
sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como la señorita
Emilia podría haber dado por buena esta historia.
Cuando la siguiente generación, con ideas más modernas,
maduró y llegó a ser directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas
dificultades. Al comenzar el año enviaron a la señorita Emilia por correo el
recibo de la contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron,
citándola en el despacho del alguacil para un asunto que le interesaba. Una
semana más tarde el alcalde volvió a escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o
enviarle su coche para que acudiera a la oficina con comodidad, y recibió en
respuesta una nota en papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida,
escrita con una floreada caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su
casa. Así pues, la nota de la contribución fue archivada sin más comentarios.
Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue
designada una delegación para que fuera a visitarla.
Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo
umbral nadie había traspasado desde que aquélla había dejado de dar lecciones
de pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron recibidos por el viejo
negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una escalera que subía en
dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a cerrado, un olor
pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el negro
descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y
cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos,
que flotaba en ligeras motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la
ventana. Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del padre de la señorita
Emilia, con un deslucido marco dorado.
Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró
-una mujer pequeña, gruesa, vestida de negro, con una pesada cadena en torno al
cuello que le descendía hasta la cintura y que se perdía en el cinturón-; debía
de ser de pequeña estatura; quizá por eso, lo que en otra mujer pudiera haber
sido tan sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo
que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos
en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas piezas de carbón,
prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro de
los visitantes, que le explicaban el motivo de su visita.
No los hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó
tranquilamente, hasta que el que hablaba terminó su exposición. Pudieron oír
entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto en el cinturón.
Su voz fue seca y fría.
-Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel
Sartoris me eximió. Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí les
informarán a su satisfacción.
-De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no
ha recibido usted un comunicado del alguacil, firmado por él?
-Sí, recibí un papel -contestó la señorita Emilia-. Quizá
él se considera alguacil. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
-Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una
cosa semejante. Nosotros debemos...-
-Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en
Jefferson.
-Pero, señorita Emilia...
-Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había
muerto hacía ya casi diez años.) Yo no pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe!
-exclamó llamando al negro-. Muestra la salida a estos señores.
II
Así pues, la señorita Emilia venció a los regidores que
fueron a visitarla del mismo modo que treinta años antes había vencido a los
padres de los mismos regidores, en aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años
después de la muerte de su padre y poco después de que su prometido -todos
creímos que iba a casarse con ella- la hubiera abandonado. Cuando murió su
padre apenas si volvió a salir a la calle; después que su prometido
desapareció, casi dejó de vérsele en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el
valor de ir a visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de vida en
aquella casa era el criado negro -un hombre joven a la sazón-, que entraba y
salía con la cesta del mercado al brazo.
“Como si un hombre -cualquier hombre- fuera capaz de
tener la cocina limpia”, comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando
empezó a sentirse aquel olor; y esto constituyó otro motivo de relación entre
el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.
Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja
ante el alcalde y juez Stevens, anciano de ochenta años.
-¿Y qué quiere usted que yo haga? -dijo el alcalde.
-¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para
que lo remedie. ¿Es que no hay una ley?
-No creo que sea necesario -afirmó el juez Stevens-. Será
que el negro ha matado alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré
acerca de ello.
Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas
partió de un hombre que le rogó cortésmente:
-Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo
querría yo molestar a la señorita Emilia; pero hay que hacer algo.
Por la noche, el tribunal de los regidores -tres hombres
que peinaban canas, y otro algo más joven- se encontró con un hombre de la
joven generación, al que hablaron del asunto.
-Es muy sencillo -afirmó éste-. Ordenen a la señorita
Emilia que limpie el jardín, denle algunos días para que lo lleve a cabo y si
no lo hace...
-Por favor, señor -exclamó el juez Stevens-. ¿Va usted a
acusar a la señorita Emilia de que huele mal?
Al día siguiente por la noche, después de las doce,
cuatro hombres cruzaron el césped de la finca de la señorita Emilia y se
deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos, husmeando los
fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las ventanas que daban al
sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento, como si estuviera
sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de su hombro.
Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las
construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el
regreso, detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos estaba oscura,
vieron sentada a la señorita Emilia, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron
lentamente el prado y llegaron a los algarrobos que se alineaban a lo largo de
la calle. Una semana o dos más tarde, aquel olor había desaparecido.
Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera
compasión por ella. Todos en la ciudad recordaban que su anciana tía, lady
Wyatt, había acabado completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en
más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era
bastante bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a
representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura
de la señorita Emilia, vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole
la espalda, con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de
entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería,
no sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un
sentimiento de venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no
hubieran faltado a la señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera
querido aprovecharlas…
Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le
quedaba en propiedad la casa, y en cierto modo esto alegró a la gente; al fin
podían compadecer a la señorita Emilia. Ahora que se había quedado sola y
empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a conocer los temblores
y la desesperación de tener un céntimo de más o de menos.
Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras
fueron a la casa a visitar a la señorita Emilia y darle el pésame, como es
costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de pena en el
rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba muerto. En
esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia y
tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para disponer del
cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la
ley, la señorita Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar
al padre.
No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no
tuvo más remedio que hacer esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre
había desechado, y sabiendo que no le había quedado ninguna fortuna, la gente
pensaba que ahora no tendría más remedio que agarrarse a los mismos que en otro
tiempo había despreciado.
III
La señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la
volvimos a ver, llevaba el cabello corto, lo que la hacía aparecer más joven
que una muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles que figuran en los
vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la vez trágica y serena...
Por entonces justamente la ciudad acababa de firmar los
contratos para pavimentar las calles, y en el verano siguiente a la muerte de
su padre empezaron los trabajos. La compañía constructora vino con negros,
mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un capataz, Homer Barron, un
yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y ojos más claros
que su rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos, por el
gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y
dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la
ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se
podría asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro
de la reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la señorita
Emilia en las tardes del domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o
en un par de caballos bayos de alquiler...
Al principio todos nos sentimos alegres de que la
señorita Emilia tuviera un interés en la vida, aunque todas las señoras decían:
“Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un hombre del Norte, y
capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los más viejos, que afirmaban
que ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera
señora aquello de noblesse oblige -claro que sin decir noblesse oblige- y
exclamaban:
“¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a
acompañarla!”, pues la señorita Emilia tenía familiares en Alabama, aunque ya
hacía muchos años que su padre se había enemistado con ellos, a causa de la
vieja lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde entonces se había roto
toda relación entre ellos, de tal modo que ni siquiera habían venido al funeral.
Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre
Emilia!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero ¿tú crees que se trata de...?”
“¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”, y para hablar de ello, ponían sus
manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la tarde, desde detrás de las
ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del sol, oían el vivo y
ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de paseo, podía
oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de sedas y satenes:
“¡Pobre Emilia!”
Por lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la
cabeza alta, aunque todos creíamos que había motivos para que la llevara
humillada. Parecía como si, más que nunca, reclamara el reconocimiento de su
dignidad como última representante de los Grierson; como si tuviera necesidad
de este contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su
impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó cuando adquirió el arsénico, el
veneno para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a
decir: “¡Pobre Emilia!”, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.
-Necesito un veneno -dijo al droguero. Tenía entonces
algo más de los 30 años y era aún una mujer esbelta, aunque algo más delgada de
lo usual, con ojos fríos y altaneros brillando en un rostro del cual la carne
parecía haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como
debe parecer el rostro del que se halla al pie de una farola.
-Necesito un veneno -dijo.
-¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le
recom...
-Quiero el más fuerte que tenga -interrumpió-. No importa
la clase.
El droguero le enumeró varios.
-Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que
usted desea. . .?
-Quiero arsénico. ¿Es bueno?
-¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es
lo que desea...?
-Quiero arsénico.
El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la
mirada de arriba abajo, rígida, con la faz tensa.
-¡Sí, claro -respondió el hombre-; si así lo desea! Pero
la ley ordena que hay que decir para qué se va a emplear.
La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la
cabeza levantada, fijando sus ojos en los ojos del droguero, hasta que éste
desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó. El muchacho negro
se hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en la trastienda y no volvió a
salir. Cuando la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio que en la
caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las ratas”.
IV
Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a
suicidar?” y pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a
verla con Homer Barron, pensamos: “Se casará con él”. Más tarde dijimos:
“Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que frecuentaba el trato de los
hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el Club Elks que él no
era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre Emilia!”
desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar en
la calesa, la señorita Emilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su
sombrero de copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las
manos cubiertas con guantes amarillos…
Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que
aquello constituía una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la
juventud. Los hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin las
damas convencieron al ministro de los bautistas -la señorita Emilia pertenecía
a la Iglesia Episcopal- de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que ocurrió
en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a oír nada
acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del ministro, la
pareja cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente la esposa del
ministro escribió a los parientes que la señorita Emilia tenía en Alabama…
De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos
nos pusimos a observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y
empezamos a creer que al fin iban a casarse. Supimos que la señorita Emilia
había estado en casa del joyero y había encargado un juego de tocador para
hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días más tarde nos enteramos de
que había encargado un equipo completo de trajes de hombre, incluyendo la
camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos realmente
contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita
Emilia tenía en casa eran todavía más Grierson de lo que la señorita Emilia había
sido…
Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron
se fue, pues la pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo.
Nos sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no hubiera habido una
notificación pública; pero creímos que iba a arreglar sus asuntos, o que quizá
trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por
este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos aliados de la señorita
Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada una
semana, se fueron y, como esperábamos, tres días después volvió Homer Barron.
Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la cocina, en un oscuro atardecer…
Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron.
También dejamos de ver a la señorita Emilia por algún tiempo. El negro salía y
entraba con la cesta de ir al mercado; pero la puerta de la entrada principal
permanecía cerrada. De vez en cuando podíamos verla en la ventana, como aquella
noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por espacio de seis
meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos entonces que esto era de
esperar, como si aquella condición de su padre, que había arruinado la vida de
su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para
morir con él…
Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia había
engordado y su cabello empezaba a ponerse gris. En pocos años este gris se fue
acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años,
tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un
hombre joven...
Todos estos años la puerta principal permaneció cerrada,
excepto por espacio de unos seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los
cuales dio lecciones de pintura china. Había dispuesto un estudio en una de las
habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y nietas de los
contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y aproximadamente
con el mismo espíritu con que iban a la iglesia los domingos, con una pieza de
ciento veinticinco para la colecta.
Entretanto, se le había dispensado de pagar las
contribuciones.
Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos
de la ciudad, las discípulas de pintura, al crecer, dejaron de asistir a las
clases, y ya no enviaron a sus hijas con sus cajas de pintura y sus pinceles, a
que la señorita Emilia les enseñara a pintar según las manidas imágenes
representadas en las revistas para señoras. La puerta de la casa se cerró de
nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la
señorita Emilia fue la única que se negó a permitirles que colocasen encima de
su puerta los números metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No quería
ni oír hablar de ello.
Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir
al mercado, cada vez más canoso y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre,
le enviábamos a la señorita Emilia el recibo de la contribución, que nos era
devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna vez la
veíamos en una de las habitaciones del piso bajo -evidentemente había cerrado
el piso alto de la casa- semejante al torso de un ídolo en su nicho, dándose
cuenta, o no dándose cuenta, de nuestra presencia; eso nadie podía decirlo. Y
de este modo la señorita Emilia pasó de una a otra generación, respetada,
inasequible, impenetrable, tranquila y perversa.
Y así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en
polvo y sombras, teniendo para cuidar de ella solamente a aquel negro torpón.
Ni siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya tiempo que habíamos
renunciado a obtener alguna información del negro. Probablemente este hombre no
hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y áspera, como si la
tuviera en desuso.
Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida cama
de nogal, con cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada amarilla,
empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.
V
El negro recibió en la puerta principal a las primeras
señoras que llegaron a la casa, las dejó entrar curioseándolo todo y hablando
en voz baja, y desapareció. Atravesó la casa, salió por la puerta trasera y no
se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia llegaron
inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue la
ciudad entera a contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo montones de
flores, y con el retrato a lápiz de su padre colocado sobre el ataúd,
acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el balcón estaban los
hombres, y algunos de ellos, los más viejos, vestidos con su cepillado uniforme
de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea suya, como
si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en
su matemática progresión, como suelen hacerlo las personas ancianas, para
quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que
el invierno no hace variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha
unión de los últimos diez años.
Sabíamos ya todos que en el piso superior había una
habitación que nadie había visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta
tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita
Emilia descansara en su tumba.
Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una
gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo. En esta habitación,
preparada y adornada como para una boda, por doquiera parecía sentirse como una
tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de
rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador;
sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para hombre, en plata
tan oxidada que apenas se distinguía el monograma con que estaban marcados.
Entre estos objetos aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran
acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador, resplandecían con una
pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un
traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y
los zapatos.
El hombre yacía en la cama…
Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando
asombrados aquella apariencia misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado
en la actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más que el amor,
que vence al gesto del amor, lo había aniquilado. Lo que quedaba de él,
pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había convertido en
algo inseparable de la cama en que yacía. Sobre él, y sobre la almohada que
estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo.
Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada
ofrecía la depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos
levantó algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante, mientras se
metía en nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una
larga hebra de cabello gris.
"A Rose for Emily", 1930
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