“Chindo”
es un perrillo de sangre ruin y de nobles sentimientos. Es rabón y tiene la
piel sin lustre, corta la alzada, flácidas las orejas. “Chindo” es un perro
hospiciano y sentimental, arbitrario y cariñoso, pícaro a la fuerza, errabundo
y amable, como los grises gorriones de la ciudad. “Chindo” tiene el aire, entre
alegre e inconsciente, de los niños pobres, de los niños que vagan sin rumbo
fijo, mirando para el suelo en busca de la peseta que alguien, seguramente,
habrá perdido ya.
“Chindo”,
como todas las criaturas del Señor, vive de lo que cae del cielo, que a veces
es un mendrugo de pan, en ocasiones una piltrafa de carne, de cuando en cuando
un olvidado resto de salchichón, y siempre, gracias a Dios, una sonrisa que
sólo “Chindo” ve.
“Chindo”,
con la conciencia tranquila y el mirar adolescente, es perro entendido en
hombres ciegos, sabio en las artes difíciles del lazarillo, compañero leal en
la desgracia y en la obscuridad, en las tinieblas y en el andar sin fin, sin
objeto y con resignación.
El
primer amo de “Chindo”, siendo “Chindo” un cachorro, fue un coplero barbudo y
sin ojos, andariego y decidor, que se llamaba Josep, y era, según decía, del
caserío de Soley Avall, en San Juan de las Abadesas y a orillas de un río Ter
niño todavía.
Josep,
con su porte de capitán en desgracia, se pasó la vida cantando por el Ampurdán
y la Cerdaña, con su voz de barítono montaraz, un romance andarín que empezaba
diciendo:
Si t´agrada córrer mon,
algun dia, sense pressa,
emprèn la llarga travessa
de Ribes a Camprodon,
passant per Caralps i Núria,
per Nou Creus, per Ull de Ter
i Setcases, el primer
llogaret de la planúria.
“Chindo”,
al lado de Josep, conoció el mundo de las montañas y del agua que cae rodando
por las peñas abajo, rugidora como el diablo preso de las zarzas y fría como la
mano de las vírgenes muertas. “Chindo”, sin apartarse de su amo mendigo y
trotamundos, supo del sol y de la lluvia, aprendió el canto de las alondras y
del minúsculo aguzanieves, se instruyó en las artes del verso y de la
orientación, y vivió feliz durante toda su juventud.
Pero
un día… Como en fábulas desgraciadas, un día Josep, que era ya muy viejo, se
quedó dormido y ya no se despertó más. Fue en la Font de Sant Gil, la que está
sota un capelló gentil.
“Chindo”
aulló con el dolor de los perros sin amo ciego a quien guardar, y los montes le
devolvieron su frío y desconsolado aullido. A la mañana siguiente, unos hombres
se llevaron el cadáver de Josep encima de un burro manso y de color ceniza, y
“Chindo”, a quien nadie miró, lloró su soledad en medio del campo, la historia
-la eterna historia de los dos amigos Josep y “Chindo”- a sus espaldas y por
delante, como en la mar abierta, un camino ancho y misterioso.
¿Cuánto
tiempo vagó “Chindo”, el perro solitario, desde la Seo a Figueras, sin amo a
quien servir, ni amigo a quien escuchar, ni ciego a quien pasar los puentes
como un ángel? “Chindo”contaba el tránsito de las estaciones en el reloj de los
árboles y se veía envejecer -¡once años ya!- sin que Dios le diese la compañía
que buscaba.
Probó
a vivir entre los hombres con ojos en la cara, pero pronto adivinó que los
hombres con ojos en la cara miraban de través, siniestramente, y no tenían
sosiego en le mirar del alma. Probó a deambular, como un perro atorrante y sin
principios, por las plazuelas y por las callejas de los pueblos grandes -de los
pueblos con un registrador, dos boticarios y siete carnicerías- y al paso vio
que, en los pueblos grandes, cien perros se disputaban a dentelladas el
desmedrado hueso de la caridad. Probó a echarse al monte, como un bandolero de
los tiempos antiguos, como un José María el Tempranillo, a pie y en forma de
perro, pero el monte le acuñó en su miedo, la primera noche, y lo devolvió al
caserío con los sustos pegados al espinazo, como caricias que no se olvidan.
“Chindo”,
con gazuza y sin consuelo, se sentó al borde del camino a esperar que la marcha
del mundo lo empujase adonde quisiera, y, como estaba cansado, se quedó dormido
al pie de un majuelo lleno de bolitas rojas y brillantes como si fueran de
cristal.
Por
un sendero pintado de color azul bajaban tres niñas ciegas con la cabeza
adornada con la pálida flor del peral. Una niña se llamaba María, la otra Nuria
y la otra Montserrat. Como era el verano y el sol templaba el aire de respirar,
las niñas ciegas vestían trajes de seda, muy endomingados, y cantaban canciones
con una vocecilla amable y de cascabel.
“Chindo”,
en cuanto las vio venir, quiso despertarse, para decirles:
-Gentiles
señoritas, ¿quieren que vaya con ustedes para enseñarles dónde hay un escalón,
o dónde empieza el río, o dónde está la flor que adornará sus cabezas? Me llamo
“Chindo”, estoy sin trabajo y, a cambio de mis artes, no pido más que un poco
de conversación.
“Chindo”
hubiera hablado como un poeta de la Edad Media. Pero “Chindo” sintió un frío
repentino. Las tres niñas ciegas que bajaban por un sendero pintado de azul se
fueron borrando tras una nube que cubría toda la tierra.
“Chindo”
ya no sintió frío. Creyó volar, como un leve vilano, y oyó una voz amiga que
cantaba:
Si t´agrada córrer mon,
algun dia, sense pressa…
“Chindo”,
el perrillo de sangre ruin y de nobles sentimientos, estaba muerto al pie del
majuelo de rojas y brillantes bolitas que parecían de cristal.
Alguien
oyó sonar por el cielo las ingenuas trompetas de los ángeles más jóvenes.
Esta obra de Mark Barone forma parte del Proyecto “An Act of Dog”. |
No hay comentarios:
Publicar un comentario